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Miscelánea

01/10/2018      Carlos Cervantes Blengio

1968: LECCIONES DE LIBERTAD

Recuerdo los últimos años de la década de los sesenta como una época fundamental en mi vida, particularmente el de 1968, año de profunda efervescencia en los ambientes universitarios. Esa fue para mí la época de los cuestionamientos fundamentales de la vida. Al cumplirse el cincuenta aniversario de aquel emblemático momento, deseo hacer un recuento del impacto que en mi produjeron los acontecimientos de aquel año que -como reza un conocido slogan- “’68 no se olvida”.

 Con el paso del tiempo, 1968 se ha convertido en una fecha simbólica, en la que cristalizan diversos procesos que seguramente estaban en curso tiempo atrás. Suele decirse que las ideas mueven al mundo, pero no cualquier idea pone al mundo en movimiento, sino sólo las que aparecen oportunamente y sintonizan con las inquietudes del momento. En 1968 se dio una circunstancia especial: el boom demográfico posterior a la segunda guerra mundial hizo posible que en el mundo hubiera mucha gente joven. Se trataba de una juventud que había crecido tras las duras décadas anteriores. En su gran mayoría, los jóvenes habíamos llegado a la vida cuando las cosas en el mundo empezaban a ir bien. Concretamente en México se trataba de una época de crecimiento económico sin precedentes. Comenzaba generalizarse en nuestro país el consumo y la cultura del bienestar. La clase media se encontraba en franco crecimiento. Nunca había habido tanta gente joven libre de la necesidad inmediata de trabajar para poder pagarse sus estudios. Era justamente mi caso: mis padres habían tenido que trabajar siendo adolescentes. Ninguno de mis siete hermanos se vio en esa necesidad. Era también el caso de casi todos mis amigos.   

 En los medios académicos había un gran revuelo. Estaba recién estrenado el movimiento estudiantil, surgido tiempo antes en universidades como la de Berkeley y que se había convertido en un fenómeno global, particularmente a partir de la revuelta de La Sorbona, en mayo de ese mismo año. Aunque no faltaban incentivos en contra de la pasividad, algunos de los profesores nos invitaban a formar parte de aquel movimiento.

¿Qué es lo que estaba en juego en aquellos momentos? Mirado en conjunto, y dentro de su complejidad, me parece que el movimiento estudiantil viene a ser un gigantesco no al mundo de la gente mayor: una enorme negativa a enrolarse en el sistema, un rechazo en redondo al establishment. No se estaba dispuesto a involucrarse en un mundo que aparecía gris y aburrido a la mirada juvenil. Se trataba de una lucha generacional, como han señalado algunos especialistas. El modelo que los mayores ofrecían a los jóvenes no resultaba atrayente.

Factores de índole diversa agravaron la situación. Por una parte, la propaganda comunista multiplicaba esfuerzos para mostrar a los jóvenes la cara más desagradable de la cultura occidental: su olvido práctico de los más desfavorecidos de la sociedad, los escándalos financieros tan frecuentes en las democracias, la herida abierta años atrás por la guerra de Vietnam con tanta sangre joven vertida…: todo esto trasmitía una aguda sensación de descontento. No se quería “vender” a un sistema que a todas luces aparecía injusto, ni tampoco pactar con él. El sistema comunista empezaba también a mostrar zonas oscuras: el aplastamiento de la primavera de Praga de ese mismo año provocaba encendidos debates en los medios estudiantiles. Frente al descrédito del comunismo soviético aparecían también proyectos novedosos de la izquierda: el comunismo chino y cubano… o el eurocomunismo.

Se produjo entonces el rechazo sistemático a todo principio de autoridad. En esta oleada de crítica a todo principio de autoridad jugaron un papel muy importante los intelectuales de izquierda, así como los discípulos de Freud. En la misma preparatoria se nos aleccionaba con los clichés de moda, que fundamentalmente de dos tipos. El primero era claramente un grito libertario: “La revolución es la consecuencia necesaria cuando el proletariado oprimido se ha lanzado por fin a una revolución...nosotros debemos defender la causa del proletariado con toda la energía”. El tenor de la otra consigna provenía de la recién estrenada revolución sexual: El “prohibido prohibir” –el grafiti más socorrido en muchas universidades- se refería especialmente a la moral sexual. Se empezó a generalizar la mentalidad de que la libertad no es otra cosa que hacer lo hacer todo lo que se quisiera, dejando así la puerta abierta para la aprobación legal del aborto, la oficialización del divorcio, etc.

Entre los libros de avanzada más leídos que circulaban por aquellos años había uno que parecía inspirar a muchas mentes: Summerhill, de un pedagogo inglés -A. Neil- que postulaba una educación en franco contraste con lo que había sido la formación primaria y media durante siglos. Existía una avidez por proyectos pedagógicos y sociológicos novedosos. Había llegado la hora de la contracultura, con propuestas existenciales contrarias a todo lo anterior, juzgado negativamente sólo por remitir al pasado.

Esa amplia juventud de la que yo formaba parte se encontró de repente con que quería mucho más de lo que momento presente podía ofrecerle. La famosa consigna “la imaginación al poder” de aquel año no tuvo la imaginación para crear un orden nuevo. Se sabía lo que no se quería, pero no había con qué construir otra cosa…

Uno de mis mejores amigos estaba plenamente identificado con el movimiento estudiantil. La totalidad de su familia vivía intensamente aquellos momentos de protesta generalizada. Una hermana de mi amigo, estudiante de Economía en la UNAM, era la más comprometida y estuvo a punto de morir en la noche de Tlatelolco. Ella no sólo participaba activamente en el movimiento estudiantil, sino que era también una profunda conocedora de sus más destacados ideólogos: E. Fromm, J.P. Sartre, H. Marcuse y un lago etcétera. En aquel momento, era casi lectura obligada las obras de estos autores, particularmente El arte de amar y El miedo a la libertad, ya que su autor –Erick Fromm- había profesor de la UNAM y se había establecido en México algunos años antes.

El tema de la libertad siempre me ha apasionado. Por aquella época, se debatía mucho sobre este gran asunto. Intenté encontrar entre las tesis de los autores del momento ideas precisas sobre la naturaleza de la libertad. La propuesta de Fromm de una “libertad dialéctica” me resultaba atendible, por su novedad, pero creaba en mí un sentimiento profundo de inseguridad, de impotencia, de duda, de angustia...que no parecían tener solución.

Desde mi punto de vista, me parece que las verdaderas inquietudes del 68 derivaron en decisiones de tipo personal. Muchos de aquellos jóvenes crecimos buscando respuestas a la necesidad de sentido. Años después, reflexionando con amigos de mi generación sobre dónde estaba el error de las quimeras de aquellos años, la cuestión que me parecía más evidente era la pregunta sobre la libertad y el sentido de la vida personal y social. Y lo que sucedió es que llegó el momento en el que nos faltaban energías para mantener viva la motivación por construir un mundo mejor. Todo parecía derrumbarse porque -aún intentado trabajar por el bien de la sociedad- nuestro ideal no podía mantenerse en pie: nos faltaban puntos de referencia claros. Causamos una ruptura generacional que nos enfrentó al mundo de los adultos, y no teníamos hacia dónde mirar…

Por aquellos años de agitación en los medios académicos, jóvenes de muchas naciones empezaron a reunirse con Josemaría Escrivá de Balaguer en Roma durante los días de la Semana Santa y la Pascua. En uno de esos encuentros con universitarios de varios países, le preguntaron al Padre qué podía decir en esos momentos a los intelectuales. La respuesta de Josemaría Escrivá resultó sorprendente a más de uno pues de lo que habló fue precisamente de libertad. El otro día, fueron sus palabras, tuve un rato de conversación con un grupo grande de intelectuales, de los que quieren edificar, construir, resolver, sembrar la paz, la alegría y el bienestar; de los que agitan las aguas para dar solución a los conflictos humanos de una manera llena de justicia y de caridad. Pues se me escapó decirles que en el siglo pasado, nuestros abuelos —los míos, digamos vuestros bisabuelos— eran tan encantadores que luchaban de verdad por la libertad personal. Eran románticos. Lo daban todo (...). Tenían toda una ilusión romántica, se sacrificaban y luchaban por alcanzar esa democracia con la que soñaban, y una libertad personal con responsabilidad personal.

Para mí, la enseñanza de Josemaría Escrivá sobre las ansias de construir un mundo más humano en el ejercicio legítimo de la libertad personal constituyó todo un descubrimiento. Profundizar en su enseñanza sobre la libertad personal me permitió encontrar en razones para vivir y para esperar. Frecuentaba yo por entonces círculos de gente inquieta con debates interminables sobre el movimiento estudiantil que en algún momento me empezaron a resultar aburridos. Al conocer el amor a la libertad presente en el espíritu del Opus Dei me sentí interpelado, como si se me dijera: todavía es posible el entusiasmo, sí, se puede… Aún es posible mantener la ilusión de llegar hasta lo verdadero y auténtico de la vida: su significado, su sentido…

En definitiva, como tantas veces lo ha recordado Benedicto XVI, el cristianismo es el gran sí de Dios al hombre: a su razón, a su capacidad de amar, a su deseo de felicidad  y de sentido. Solamente la propuesta de una fe capaz de responder a los grandes cuestionamientos que el hombre se plantea -tantas veces de manera angustiosa- puede encontrar eco en quienes todavía son capaces de soñar con un mundo mejor.

Ciertamente parece que son muchos los que están de vuelta de las falsas promesas del 68, pero son incapaces de reconocer en el mensaje revelado la respuesta a sus esperanzas frustradas.  

En mi caso, solo en el mensaje cristiano custodiado y trasmitido por la Iglesia pude dar con el enfoque justo que daba sentido a mis preguntas e inquietudes. Encontré entonces con la orientación que precisaba para dar con el camino que habría de conducirme a penetrar en sentido de la libertad auténtica y, en definitiva, con la sustancia de la vida. He tenido ciertamente que cambiar algunas de mis convicciones culturales, pensar las cosas de otra manera. Con todo, el caminar a la luz de la doctrina cristiana ha producido en mí una satisfacción muy honda, más profunda y duradera que cuando soñaba en un mundo distinto al nuestro, codo con codo con mis compañeros de 1968.

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