Regreso cansado después de aquella larga batalla. Yo, coronel de cinco estrellas, ¡cómo se me puede ir la vida!
Abro la puerta y entro. Mientras recorro los pasillos de aquel lugar frío y lúgubre, se ven: formados y en dos hileras. Camino. Volteo a un lado, al otro. Me esperaban: firmes, bien parados, bien alineados. Unos más chaparros que otros. Algunos tan flacos que pueden mantenerse por sí mismos, pero sus compañeros, los detienen. Nunca falta el típico gordo, perdido allá atrás o al fondo, escondido. A más de uno se le puede ver lo viejo. Pero en firmes. Mientras camino sobre la fila, voy mirando a cada uno. Ellos, me ven como si me quisieran decir algo. Puedo leer en ellos sus nombres. Parpadeo. Los voy rozando con las yemas de mis dedos. Hasta que salta uno a relucir, el corazón palpita con más fuerza y la respiración se vuelve más rápida y entrecortada. Me paro frente a él. Le observo de arriba abajo. Una especie de miedo y misterio aparecen en mí. ¿Alguna vez has sentido ese hormigueo que va recorriendo tu columna vertebral? Pues con ese escalofrío, tomando valor: suspiro. Sólo puedo decir algo, que yo no lo tomé. Él, me escogió a mí.
Nadie recuerda el día en que empezó a leer. Jamás recordamos las primeras letras que desciframos en aquel texto primero. Lo que nunca olvidamos, es aquel libro que nos escogió por primera vez. Uno piensa que son sólo letras y cosas de esas. Cimiento en alguna pata mal hecha, de una mesa. Pero ahí estaba yo, en aquella biblioteca sucia y fúnebre, recorriendo cada pasadizo hasta encontrarnos. Lo recuerdo bien. Era de una pasta gruesa y negra, de letras doradas. Ahí, comencé a leer. Cuando uno entiende la importancia de su contenido, lo toma como amigo, para regresar a esa guerra sin fin.