Después de tomar el último trago de tu cuarta taza de café, sólo hay un trago más amargo: dictar una pena de muerte.
Lo sabes, te quedan pocas horas y no has comunicado nada. La experiencia de escribir nunca es grata cuando se te obliga. El amanecer te apresura. Caminas de un lado, a otro. El olor a cigarro te ataranta. Reflexionas: cómo una manzana puede valer una vida; condena injusta por solo saciar su hambre. Sudando, piensas que no le puedes quitar la vida al ser que te la dio. Sufres por llegarlo a pensar. Tocan a la puerta y escribes.
Mientras se llevan la hoja, lloras. Y tú, preparas tu muerte.