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Una conversación con Quemada-Díez


Imagen: Pexels

 

Hace un par de semanas pude platicar con el cineasta Diego Quemada-Díez, quien estrenara La jaula de oro hace tres años, una película mexicana que fue la ganadora de los Premios Ariel ese año (11, incluyendo mejor película), y que pinta una bella y dura historia en torno a tres inmigrantes que desde Guatemala intentan llegar a Estados Unidos cruzando todo México. El motivo del encuentro fueron las VI Jornadas de Cine Mexicano en la Universidad Panamericana, que esta vez abordaron el tema de la migración (de ahí la pertinencia de la película de Diego). Pero quiero recuperar un interesante concepto que mencionó y que denominó “cine humano”.


Palabras más, palabras menos, Diego contó que en su película quiso hacer un cine humano, no solo por su temática social y a la vez personal, sino porque formalmente, estéticamente, nos situara como personas delante de los acontecimientos. Las tomas, por ejemplo, no son con grúa o desde ángulos extravagantes. La cámara a la altura de los ojos, y siempre colocada donde podría estar otro ser humano: si la acción es, por ejemplo, en un coche, se graba dentro de él.


Esta idea la toma Quemada-Díez de su maestro Ken Loach, el heredero principal del realismo social británico, que todavía no agota este estilo sino al contrario, parece que lo está volviendo a sacar a flote. No en vano fue la última película de Loach, I, Daniel Blake, la ganadora de la Palma de Oro el año pasado en el Festival de Cannes. También cine humano en su forma y en su tema: la lucha burocrática de un obrero de 59 años que sufrió un ataque al corazón por recibir ayudas del Estado.


Un cine humano, actual (no de época), directo y cercano en su forma. Y universal. Lo tenemos con Loach en Inglaterra, pero también con Quemada-Díez en Latinoamérica o con Asghar Farhadi en Irán: su última película, The Salesman, ganadora del Oscar a mejor película extranjera este año, es otro claro ejemplo de este cine humano. También situada en la actualidad, es la historia de un matrimonio cuya relación se fractura cuando ella es atacada en su casa por un intruso. Farhadi maneja maravillosamente el suspense, pues nunca nos muestra este ataque, tampoco subraya las emociones con música o con tomas llamativas. Simplemente nos deja estar ahí, y que los hechos caigan por su propio peso. Buen ejemplo es el arranque: la crítica social a las constructoras que solo planifican crecer y hacer dinero sin pensar en la gente se marca en un plano secuencia donde varias familias huyen de un edificio que se derrumba por —lo descubrimos al final del plano— la excavadora que trabaja a sus pies, inmisericorde.



Un último ejemplo entre muchos —aunque éste excelente— es el cine de los hermanos Dardenne. Naturales de Bélgica, no solo sitúan sus historias en la actualidad sino todas en su pequeño pueblo natal. Cine humano, también sin música ni tomas efectistas. Con diez largometrajes y un par de Palmas de Oro, para el gran público sonarán por Dos días, una noche, que le valió la nominación al Oscar como mejor actriz a Marion Cotillard. Interpreta a una joven madre de familia que debe convencer a sus colegas en un fin de semana de que voten por que ella conserve su empleo en vez de recibir ellos su bono anual. Acaban de estrenar la excelente La chica desconocida, donde una joven médico investiga la muerte de una inmigrante que tocó a su puerta la noche en que murió.


En fin, una corriente de directores que, con un estilo parecido —sencillo, directo, con la cámara en mano imitando la mirada humana, y nada más— nos cuentan historias sociales y a la vez personales, llevando una vez más el cine a la vocación más alta del arte: hacernos mejores.





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