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Leonardo


Imagen: Pexels Kat Smith

La Semana Santa pasada, estuve con un grupo de chicos de preparatoria haciendo labor social en una población marginada de Río Verde San Luis Potosí. El entorno, un vivo retrato de la más sórdida miseria. Quienes habitan aquellas periferias son personas con el mínimo de créditos en educación básica. Sus variadas ocupaciones van desde la ganadería, la construcción y drogadicción a tiempo completo. En una de las visitas a enfermos, acudí con Octaviano y Andrés, a platicar con Don Polonio: hombre entrado en la tercera edad, atado a la cama gracias a tan tremenda caída acaecida durante su jornada laboral. Platicando con él, hizo hincapié en su deseo por volver a levantarse, simplemente para ir a trabajar. Con lágrimas en los ojos y una fe inquebrantable, animó a sus visitas a no dejar de trabajar. Saliendo de aquella sencillísima morada, un grupo de menores de edad, cubiertos de tatuajes, estaban sentados en la banqueta bebiendo caguama tras caguama, como si el mañana no existiese. Esto ocurrió transcurrida la mañana del martes. A la par de los borrachines Don Pol, postrado en su ardiente habitación, luchaba contra su enfermedad.


Mientras los preparatorianos hacían trabajos manuales me acerqué con un miserable esclavo de la hierba, quien pasaba todo el día sentado en un tronco adaptado junto a un nopal inhalando harapientos elíxires. Con el pretexto de fumarme un tabaco, logré entablar conversación. Aquél joven trajo a mi memoria lo escrito alguna vez por Alejandro Casona: era apenas un niño y ya tenía los gestos del hombre perdido. Su casa, construida a base de leños y concreto, despedía un olor propio de depósitos de basura. Una mezcla entre deshechos quemados y miseria me abrazaron como si de un secuestro se tratara. El dolor se incrementó al conocer su nombre: Leonardo. Aquella criatura perdida tenía un nombre, se trataba de un ser capaz de responder a un nombre. Los matices de ser humano comenzaron a brillar. Casado con una pobre infeliz de quince años, Leonardo, a sus dieciséis estaba al frente de una familia cuyo hijo llamado Andrés, era tal vez fruto de una noche sin conciencia. A la tercera bocanada me interesé por su churro: es marihuana; dijo esto señalando una hierba tatuada justo a un costado de la ceja: llevo cuatro años consumiéndola, no es fácil conseguirla, debo ir al centro. Siguió consumiendo su etérea hierba, Cartel de Santa como fondo, y en seguida habló de la agenda de trabajo para ese día, con funesta debilidad articuló: no haré nada. Voy a acostarme, dormir, comer…


Me marché estupefacto. Seguramente me ha faltado vivir, pero el dolor hizo estragos en mi corazón. Un ser hecho para amar y trabajar; un hombre cuyo destino último es la felicidad, estaba ahí a unos metros llevando una vida mucho más pérfida comparada a la de una bestia. Leonardo. La esperanza de México consumida ¿Qué le hizo falta a Leonardo? No lo sé. Virtud, claramente. No es posible conducir una vida sin conciencia. Quien se topa a un hombre en circunstancias parecidas no puede pasar indiferente. Hemos perdido nuestra capacidad de amar. Esta batalla no es contra la droga, sino contra el desamor.


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