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Alegre Figurilla


Imagen: Pexels

 

Cerca de mi casa, vive un matrimonio amigo. Cada cierto tiempo voy a visitarlos y aprovechando la circunstancia, solemos maridar la plática con unas copitas de vino tinto. Hace unos días, por motivos profesionales, los visité. Poniendo como pretexto el trabajo, descorchamos una botella. Al llegar a su departamento y cruzar el umbral de la entrada, me extrañó la fría quietud del lugar; pues siempre hay una niña bailando por doquier. En cuanto saludé a la mujer de mi amigo y preguntarle por mi sobrina, me dijo: la voy a llamar. La tranquilidad era la reina en esos momentos; el silencio, inmutable, desconocía su condición vulnerable. De pronto, me volví a mi izquierda y encontré una sonriente figurilla de pie vistiendo con aplomo un variopinto mameluco. Allí de pie aquella figurilla sonreía con suma inocencia.


Luego del saludo, y deshaciéndome de ternura por dentro, saqué de mi chaqueta un “huevito kínder” de envoltura rosa. Con sutil premura despojó el chocolate de su envoltura; y en medio de risas y bailes se zampó la primera mitad. Yo la miraba divertido. Milésimas de segundo antes del segundo bocado, me miró pensativa. Acto seguido, fraccionó el chocolate restante partes desiguales. Estiró su manita, ofreciéndome el pedazo más grade. Conmovido le dije que prefería la otra mitad. Sin perder la alegría, movió su cabeza reprobando mi propuesta, llevándose a la boca el trozo más pequeño sin dejar de ofrecerme el mayor. Una vez más, conmovido por dentro, lo acepté; convencido de la lección tan grande de esa alegre figurilla. Le di las gracias, con un gran abrazo.

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