Las calles adoquinadas hechas de cantera dura y rosada me guiaban remotamente a mi humilde hogar. La ciudad vieja y apestosa, en sus calles desordenadas, sus candiles rotos o fundidos, se volvían sendas peatonales que hacían admirar la antigüedad propia de la belleza de aquel sitio.
Mientras pasaba frente a una tiendita, un señor extraño más apestoso que la misma cuidad, con un bastón negro –de esos simpáticos donde uno piensa que guarda un sable mortal– me gruñó diciendo: “Ven, acércate”. Voltee a mí alrededor por si le estaba hablando a otro chaval. “Dime tu número favorito” –me gritó con cierta alegría. “Haber si tú me das la suerte que necesito, pequeño jovenzuelo”. Se lo di. Después me preguntó el día en qué nací. Y así empezó a escribir una enumeración sin sentido, pero que, para él, eran cifras que lo harían rico y poderoso. Llenaba un billete amarillo completo de dígitos que iba raspando. Al terminar, aquel añejo señor se persignó y lo entregó al mostrador cuchicheando una oración. “¡Tú eres mi amuleto de la suerte! ¡Me vas a hacer pudiente y acaudalado!” –me decía. Miré aquel billete rayado y le pregunté: “¿Para qué quiere ganar la lotería, señor?”. Solo vi que se ruborizó y con rabia me dijo: “Pequeño infante, se ve que no sabes nada de la vida, siéntate a mi costado. Te lo diré.”
Me senté intimidado, mientras me seguía diciendo: “Cuando gane el premio mayor, lo primero que voy a hacer es ayudar a los menos favorecidos, los haré ricos al igual que yo”. Es raro –decía para mis adentros– yo pensaba que, a los enfermos, desnudos y hambrientos, se les acompañaba y escuchaba. No hace falta que tengas mucho para dar lo que te sobra. Se nos olvida que el más necesitado no es el que menos tiene, sino al que menos se le escucha.
“En segundo lugar” –seguía diciendo. “Seré el hombre más importante y poderoso de todos. Me conocerán por las vestimentas que porte y las joyas que me rodeen. Aquel que me conozca, jamás me olvidará y jamás olvidará mi nombre”. Me quedé pensando, ¿no hay pobres y humildes que se siguen recordando hasta el día de hoy? El valor de una persona, va en función de su trato y servicio para con los demás. Y aquello que portamos, no tienen que ser trapos finos, o rocas brillantes las que nos rodeen, tendrán que ser amigos y gente de confianza. Eso no lo compra el dinero, ni lo consigue el más poderoso de los hombres con solo desearlo.
“Y en tercero, pequeño jovenzuelo” –terminaba el. “¡Para ganar algo en la vida, algo grande y que pocos lo hayan conseguido!”. ¿De qué sirve ganar millones, si no estás contento con lo poco que tienes? Para poder valorar la vida y el dinero y todo, es necesario ser feliz con lo que llegamos a este mundo. Uno se va haciendo de cosas, que luego son cadenas que no nos dejan ir. Yo llegue desnudo, llorando, pero feliz. Por lo menos eso me cuenta mi madre, que, al estarme alumbrando en pleno parto, el dolor y el sufrimiento se le olvidó al verme: estamos hechos para dar felicidad y hacer olvidar el dolor desde que nacemos.
Acabando de hablar aquel señor, lo miré a los ojos, vi una mirada más antigua que su vejez, de esos hombres que siempre han sido viejos. Cansado de escucharlo, lo interrumpí y le pregunté: Señor, ¿y no se pueden hacer todos esos sueños, sin ganarse todo ese dinero, de una buena vez?