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Ironías de la vida


Imagen: PEXELS

 

Graduarse de la preparatoria tiene su peculiaridad. Mezcolanza de sentimientos pueden apoderarse de uno lastimeramente. Por un lado despedimos al inocente pasado y a la par recibimos ilusionados el glorioso porvenir. Los doce años entre la primaria y el doceavo grado, se van y abren la puerta a la experiencia universitaria. A todo lo anterior, es menester sumar las variaciones afectivas propias de un adolescente, el cual a duras penas consigue entender lo que le sucede. Ironías de la vida.


Dejar la escuela donde pasé ciclos escolares completos y maravillosos no resultó fácil. Sin embargo lo venidero me tenía ilusionado. Por aquellos ayeres el interés por la economía y el mundo financiero era más brioso a comparación del quehacer literario. Aunque el dejar la prepa me costaba, los planes profesionales coloreaban el futuro de vivas tonalidades. El proyecto era sencillo, estudiar finanzas en la Universidad Panamericana para después trabajar como consultor en alguna de las cuatro grandes: Deloitte, KPMG, Price Waterhouse Coopers o Ernst & Young. Vestir de saco y corbata Scappino; citarme con un cliente en algún restorán coqueto entre Polanco y Reforma; sentarme detrás de un escritorio y analizar números en una oficina de paredes cristalinas. En otro Soliloquio contaré más, prometo contar una visita a Pwc, pero aunque mi vida no se parece en nada a lo que proyecté, resultó mucho más bonita de lo que pude haber imaginado. Ironías de la vida.


Volviendo a la graduación de prepa, desconozco si la tradición se mantenga en pie, pero en mi colegio los alumnos de quinto grado despedían a los alumnos de sexto a través de detalles extremadamente afectivos aunque sospecho de su vacío de interioridad. Uno de los últimos días, luego de la entrega de reconocimientos y la despedida de los de quinto, tuvo lugar un acontecimiento inolvidable. Los ciento cincuenta graduados nos despedimos uno a uno, una a uno, una a una. Lágrimas, sonrisas, rímel corrido, fricciones olvidadas, apretones, besos. Las palabras de afecto eran más eficaces por el sentimiento circunstancial que por su grado de verdad (en muchos casos, no en todos evidentemente). De pronto llegó el turno de despedirme de un compañero, quien respondía al sobrenombre de Jipy. Me llené de extrañeza nada más escucharlo, mientras lloraba como una Magdalena:


— Cabrón. No mames. Me cae que eres un chingón. Te voy a extrañar un chingo cabrón. Gracias por todo hermano.- Acto seguido nos dimos un abrazo.


Luego de leer esto, querido lector, te pregunto ¿Sabes cuántas veces me ha felicitado el Jipy en mi cumpleaños desde aquella vez? Así es. Ni una. En fin, ironías de la vida.



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