Leo una novela un tanto melancólica. Sabiendo la crudeza de la trama, el autor ha tenido a bien no inmiscuirse en detalles innecesarios y molestas descripciones, cosa que se agradece enormemente. En estos tiempos donde la sutileza y el candor literario han sido suplantados por el morbo escriturístico, da gusto encontrarse con autores de catego. No obstante mientras leía un pasaje recordé un evento acaecido hace poco tiempo. Las líneas nacidas de una pluma triste son las siguientes:
Ello me hace pensar en un verdadero hogar, a falta del cual escribo. No es cuestión de drama ni de tragedia.
Los sustitos del hogar son cada vez más frecuentes. La presencia del padre se sustituye con jugosas mesadas. Iré al grano, el recuerdo venido al compás de lo leído en la novela es el siguiente:
Pasaba yo las navidades en casa de unos familiares, los cuales fijaron su residencia en una zona residencial al poniente de la capital del país. Días después de mi llegada, mi amigo Carlos, se dirigía a Cancún a pasar el año Nuevo con su familia no sin antes hacer una escala en la Ciudad de México, por lo tanto tuvo el detalle de pasar a visitarnos acompañado de su familia. Nos encaminamos hacia el área social del fraccionamiento. Residencias de fina arquitectura y buen gusto rodeaban el área. Mientras la hija de Carlos se divertía a lo lindo, deslizándose por la resbaladilla y meciéndose a gran velocidad en el columpio, su risa inocente imprimía cierta fresca alegría a quienes allí estábamos. Luego de algunos minutos nos vimos acompañados por un séquito de nanas perfectamente uniformadas. Eran siete u ocho, no exagero. A todas ellas las unía un mismo propósito, custodiar a un crío de no más de dos años de edad. Varón rubio de mirada azuleada. Su boca sellada por un chupón, impedía exclamar el más mínimo murmullo. Por extraño y ridículo que parezca, aquél varoncito tenía un semblante triste a pesar de la pleitesía mostrada por las buenas mujeres. Sin embargo era patente la simpatía profesada por la nanny in charge hacia el gracioso rapaz.
Vaya contraste la hija de Carlos aferrada al columpio era mecida, entre risas y gritos entusiastas, por él mientras su madre tomaba fotos. Pensé en la estrechez de parecido entre el rorro de ojos azules y el Gran Gatsby; el terrible vacío de la abundancia. Ni siete amorosas niñeras, podrán sustituir el cariño materno. Pienso en el chico, en el autor de la novela y en otros tantos casos que yo me sé; y me siento afortunado y al mismo tiempo agradecido.