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El Monte de la buena Hechicera (1ª Parte)


Imagen: Pexels by Fancycrave.com

 

Cada vez que el sol se viste con sus más deslumbradoras galas para la noche de San Juan, baja de las montañas una vieja leyenda, una historia donde los poderes luchan lejos de las miradas de los hombres, pero para quien sepa escuchar, el viento está dispuesto a narrarla.

En casa del buen Santiago todo marchaba de acuerdo a las buenas costumbres y al orden impuesto por los siglos. Tenía aquél hombre una encantadora esposa y dos vástagos que cualquiera podría envidiar. María era la hija mayor, una muchacha atenta y juiciosa. Mateo era casi un niño y su comportamiento, en el mejor de los casos, nos parecería desastroso. Dedicándose la familia al pastoreo, es decir, al cuidado de rebaños ajenos, Mateo siempre se las ingeniaba para cometer algún error. Cuando no perdía una oveja sin darse cuenta entonces se quedaba dormido por largas horas mientras los animales se dispersaban y le era muy difícil dar después con todos ellos. Ya el muchacho se había llevado reprimendas por parte de su padre y de los dueños de las ovejas, como también los propietarios de las cabras. Tantos regaños habían sido, que el mozo estaba completamente acostumbrado a recibir reproches y coscorrones. Para disculpar a Mateo solo se puede decir que nada de aquello lo hacía con mala intención, solo se trataba de su mala suerte combinada con su torpeza. En sí él era un joven de buen corazón y su familia lo sabía.

En algunas ocasiones Mateo debía permanecer toda la noche cuidando al rebaño y para ello dormía él mismo en el descampado. Aunque solo en primavera y verano era posible aquella circunstancia, el joven parecía disfrutarla y mirar as estrellas hasta que el sueño lo vencía, en él vibraba algo de poeta aunque no supiera leer y escribir. Pero una mañana el mozo no volvió extasiado a su casa como siempre que debía hacer una excursión nocturna. Se le veía pálido, ojeroso y sus nervios eran tan quebradizos como el hielo del invierno al ser tocado por los primeros rayos de sol primaveral. No contó a nadie la razón de su malestar y todos dieron por hecho que se trataba de algún resfrío. La madre lo cuidó solícitamente preparándole infusiones y caldos para hacer entrar a su cuerpo en calor, pero su alma era la que se hallaba helada.


Los días pasaban y el mozo no mostraba ninguna mejoría. Sus padres lo llevaron con todos los curanderos de los alrededores pero nada ayudó al joven Mateo, quien adquirió una palidez tal que daba miedo, aunada a la mirada perdida que parecía encerrar un terror tan grande que no se podría explicar con palabras. En cuestión de semanas, el muchacho terminó por fallecer. Ya rodeado por la tierra del cementerio, con su traje de domingo y los ojos cerrados parecía seguir preso de algo que atenazaba su espíritu.


Al paso de las semanas todo floreció con más fuerza, la naturaleza despertaba. Pero alrededor de la tumba de Mateo no creció la hierba fresca, sino los abrojos más espinosos y maltrechos que se hubieran visto en la región. Así fue como empezó a correr el rumor de que el alma del mozo no descansaba en paz. “Su fantasma ha de andar por el monte en busca de todas las ovejas y cabras que perdió” decían algunos malintencionados y burlones. “Pobre muchacho, aunque no era el mejor pastor era bueno” decían otros más comprensivos.


La familia, al visitar la tumba del joven se sentía desesperada, pues ya habían llegado a sus oídos los rumores y los abrojos no dejaban la menor duda, el alma de Mateo andaba perdida solo Dios sabía dónde y rescatarla era una hazaña imposible ¿Cómo podían explicarse entonces que sobre las otras tumbas crecieran flores y tréboles cuando en la de Mateo solo mala hierba?


La joven María, hermana mayor de Mateo, tuvo que tomar el lugar del fallecido para seguir cumpliendo con el trabajo del pastoreo y que no faltara nada en casa. Fue así como la muchacha aventurose de día y a veces de noche en las montañas boscosas circundantes al pueblo.

Una noche, aunque la estación iba siendo cada vez más cálida, el ambiente de pronto se tornó helado como en el mes de enero. María se cobijó pero no hizo más caso a este detalle solo cuando un murmullo lejano comenzó a escucharse, como si varias personas fueran acercándose al lugar donde ella se encontraba ¿Caminantes en aquellos parajes y a esas horas? No era algo de esperarse. Los murmullos se fueron acercando lentamente hasta que la muchacha logró distinguir oraciones y plegarias mezcladas con cánticos religiosos similares que se escuchan en los monasterios, pero María no lograba entender una sola palabra de los mencionados rezos. La joven permanecía con los ojos abiertos y expectantes. Poco después, aparte del sonido de las oraciones se distinguieron campanillas cristalinas que tenían un toque macabro y que marcaban los tiempos musicales a los orantes, un extraño olor intenso como a cera de las velas en una iglesia invadió el lugar y para entonces las ovejas empezaron a balar asustadas, como si presintieran algún peligro.


Fue entonces cuando el miedo invadió a María y siguiendo un instinto se apresuró a ocularse entre los arbustos de los que el paisaje estaba lleno. Si era un grupo de monjes que hacían una procesión no había nada que temer, pero el corazón de la moza latía con tanta fuerza y aceleración que a ella le inquietaba que pudiera ser escuchado a distancia. Apareció entonces el grupo de los orantes, iban encapuchados todos de blanco e imposible resultaba descubrir sus rostros. Avanzaban lentamente en dos filas guiados por un cabecilla que sostenía una cruz en alto, otros llevaban las velas y las campanillas e incluso lo que parecían frascos de agua bendita. El ritmo de sus extraños cánticos hipnotizó a María, que se quedó inmóvil y aterrorizada al ver que aquellos seres eran translúcidos, emanaban un triste resplandor y no era factible ver sus pies, por momentos parecía que levitaban más que caminar ¿Acaso se percataban de la presencia de la moza? Era difícil de decir. Si esta visión no hubiera sido lo suficientemente terrorífica, a María le aguardaba una horrible sorpresa, al último de aquella procesión fantasmal iba su hermano Mateo envuelto en el sudario con que se le dejó en su tumba, su rostro era pálido y temeroso como lo había sido en sus últimos días de vida, fue el único que giró la cabeza en dirección a los arbustos donde se ocultaba su hermana y sin decir una palabra, con la mirada profirió el grito de auxilio más estremecedor que pudiera existir.


A la mañana siguiente, María llegó a su hogar pálida y ojerosa, aterrorizada como Mateo al iniciar su agonía, pero la joven parecía más bien resuelta a liberar a su hermano a como diera lugar. Contó su macabro encuentro a sus padres. Santiago no dijo nada, palideció y salió a la puerta, desde ahí miró el pueblo, el cielo y las montañas como buscando una solución a lo que acababa de saber, pero no encontró ninguna respuesta. La madre empezó a llorar como una niña desconsolada ocultando su rostro tras el chal negro con que todavía le guardaba luto a su hijo menor. La familia se dirigió presurosa a la iglesia a fin de hablar con el párroco. Pero el sacerdote quedó tan pasmado como cualquier otra persona. Aconsejó a la entristecida familia rezar por la liberación de Mateo, pero no tenía nada más que pudiera ayudarles.

María fue la primera en salir de la iglesia mientras sus padres hablaban con el sacerdote unos momentos más. Entonces una voz femenina la llamó por su nombre, era la vieja cocinera del párroco.


-¡María! Escuché que tu hermano ha caído en poder de la Santa Compaña, esa procesión infernal ¡Yo sé cómo puedes liberar a Mateo! – Dijo con emoción en la voz pero bajando la misma para no ser escuchada por el sacerdote. La joven se acercó interesada en lo que había escuchado.


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